Había oído hablar de esas cosas a su mamá. Criaturas verdes con extraños ropajes que invadían las casas por la noche y se llevaban a sus moradores para hacer experimentos con ellos.
Por eso se asustó tanto y corrió a refugiarse bajo la cama. La casa entera estaba inundada de luces brillantes que le hacían daño en los ojos y no cesaba de sonar una música estridente que retumbaba en sus oídos.
Estaba aterrorizado, pero su mamá siempre había cuidado de él y no quería que pensara que era un cobarde. Así que salió, reptó pegándose a cada pared de la casa, ocultándose en cada esquina y tras cada mueble. Logró alcanzar la sala principal donde las luces y el sonido eran más atronadores.
Vio a su mamá. Estaba despistada, la criatura se encontraba a sus espaldas y parecía dispuesta a atacar. Parpadeaba llena de brillos amenazantes.
Tomó una decisión, no permitiría que aquella cosa le hiciera daño a su mamá. Preparándose como solo él sabía hacerlo, se aproximó a una distancia prudencial de la criatura esperando que los brillos se apagaran para pillarle desprevenido.
De un salto se tiró a su cuello y comenzó a morder cada fibrosa extremidad y a deshacerse de sus esperpénticos ropajes.
Un grito alarmado le detuvo en seco y se volvió a mirar a su mamá. Parecía enfadada.
—Te lo dije —hablaba uno de sus amigos —, un árbol de Navidad nunca estará a salvo con un gato en casa.
Bowie miró a su alrededor. ¿Árbol? No era ningún árbol, era un extraterrestre y él no iba a dejar que secuestrara a su mamá. Primero se desharía de todas las bolas de colores y luego del espumillón y las luces, así estaría a salvo. Porque él, no era ningún cobarde.