—Mírame. Despacio. A los ojos. ¿Qué ves?
—Tus ojos.
—Mira más adentro. Tómate tu tiempo.
—El blanco parece algo azulado.
—Bien. Continúa.
—El iris es marrón, no dorado. Ambos, en realidad, y pequeñas manchitas verdes, minúsculas.
Ella sonrió. Él lo supo porque detectó las pequeñas arruguitas formándose alrededor de sus ojos y siguió.
—Las pupilas son negras y…soy yo, puedo verme a mí mismo en tus ojos.
—¿Y cómo te ves? —inquirió ella con un suave jadeo escapando de sus labios.
—No te entiendo.
—No apartes la mirada —le corrigió ella.
Ni siquiera se tocaban. Solo estaban ahí, sentados, uno frente al otro. Solo el aire entre ellos y el chasquido de la madera que ardía a su lado como banda sonora. El frío, la nieve, el viento, las preocupaciones, la gente. Todo lo demás quedaba fuera. Ellos estaban encerrados en sí mismos, en su propio espacio, lejos de todo y todos.
—¿Quiero que me digas qué ves cuando te miras a través de mis ojos? —explicó ella.
Él revisó la imagen una y otra vez, vacilante, indeciso, confundido. Mantuvo los párpados cerrados un momento, un suspiro y la luz pareció abrirse paso en la oscuridad de sus pensamientos. Volvió a centrar su atención en ella.
Ahí estaba.
Su rostro flotando en el brillo ónice de sus húmedas pupilas. ¿Qué cómo se veía él a través de los ojos de ella?
—Mejor de lo que soy.
—Mejor de lo que crees que eres —le volvió a corregir. El aceptó la regañina con una inclinación de la cabeza. Ahora estaban más cerca, a un hálito de distancia.
—Tú me ves como realmente soy.
—Sí.
—¿Eso qué significa?
—Que te amo como se debe amar a una persona.
—¿Y cómo es eso?
—Tal como eres, justamente eso. Tal y como eres.