El último trasgo

El último trasgo

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I

El brillo de una armadura le detuvo en el acto. Al parecer, todavía quedaba un Señor de la guerra con vida y, si eso era así, no podría cumplir con su misión. Desesperado, sintiéndose más solo que nunca, Do’h caminó los pocos pasos que le separaban de la amenazante figura, dejando sus huellas grabadas en la nieve del camino.

Se sorprendió un poco, pues parecía joven, aunque no supiera calcular su edad exacta. Los humanos tenían vidas tan efímeras que le resultaba difícil decir si la hembra se encontraba más próxima a su infancia o a su madurez. Intuyó que lo primero, pues no distinguió hebras blancas en contraste con sus cortos cabellos oscuros, ni arrugas que enmarcaran sus ojos verdes.

—¿Quién anda ahí? —La voz sonó extraña, como si mantuviera los dientes apretados.

—Solo yo, mi señora —dijo Do’h aproximándose a la mujer y fijando sus ojos en el nombre labrado junto al escudo de su armadura. Sendra.

Reconoció el nombre en seguida. Era una de las más temibles Señoras de la guerra. Todos decían que sus ansias de sangre no tenían parangón. Los traidores o quienes la defraudaban, colgaban a pares en los muros de su fortaleza. Do’h tragó saliva con dificultad y se acercó unos pasos más para dejar que ella lo viera.

La mujer, que se encontraba sentada en el suelo con la espalda apoyada contra un grueso árbol, pareció relajarse, aunque no soltó la espada que portaba en su mano derecha. La izquierda mantenía apretado alguna clase de paño contra su muslo izquierdo. Do’h no necesitó mirar para saber que sangraba, podía olerlo. Estaba herida, aunque no de gravedad.

—Creí que los elfos habían aniquilado a todos los trasgos.

—Excepto a mí, mi señora. Soy el último.

Ella pareció evaluar sus palabras, luego dio un suspiro sesgado y se reacomodó contra el árbol. Parecía dolorida, pero eso no la hacía menos letal. Do’h lo sabía. Nunca debía subestimarse a quien portara el escudo de los Señores de la guerra.

—¿A dónde te dirigías? —Do’h dudó, intentando averiguar si ella querría que fuera sincero o leal al Escudo.

Finalmente optó por la sinceridad, demasiado agotado por el estrés y el largo camino recorrido, como para elaborar una educada respuesta que pudiera agradarla más.

—A casa, mi señora. Volvía a casa.

—¿A la Montaña Negra? —Do’h asintió.

—Si mi señora me necesita…

—¡No te necesito! —bramó ella cortante y, aferrando con fuerza la empuñadura de su arma, se enderezó hasta mostrar toda su altura.

Do’h se encogió sobre sí mismo y su cetrina piel grisácea se volvió casi blanca por el miedo. Sendra le sacaba más de un metro de estatura y su furia le hizo estremecerse de terror. Nunca, jamás, enfurezcas a un Señor de la guerra.

Ella había confundido su muestra de lealtad con una insinuación de que era débil y ahora le rebanaría el pescuezo o algo peor. Quizá le destripase y dejara allí sus vísceras para los carroñeros. Toda su importante misión se iría al traste. Y estaba tan cerca…

—No quería decir… yo no insinuaba…—Trató de justificarse entre el castañeteo de sus dientes mellados. Sus palabras erraron y eso conllevaría la peor de las muertes.

—Está bien, deja ya de temblar —escupió ella molesta, volviendo a dejarse caer en el suelo —. ¿Y para qué demonios querrías ir a casa tú solo? No hay nadie allí esperándote.

Do’h se relajó, se irguió de nuevo y se aprestó a contestar.

—Tengo una misión, mi señora. Una muy importante.

—¿De qué se trata?

—La cámara del renacimiento. —Ella frunció el ceño sin comprender. —Debo volver a casa y usar la cámara del renacimiento para evitar que mi raza se extinga.

—Esa cosa, ¿crea más como tú? —Do’h asintió. Era una definición un poco simplista del proceso que daba lugar a su nacimiento, pero el resultado era lo importante. —Y ¿cómo estás tan seguro de ser el último?

No era una pregunta vana, la raza de los trasgos se contaba por millares y estaba repartida por todo Gûdham, cumpliendo las órdenes de los diversos Señores de la guerra a quienes se debían en cuerpo y alma.

Do’h extrajo un saco de cuero de debajo de su raída camisola. La luz que emanó de su interior al desanudar el cordón hizo que Sendra contuviera el aliento. Conocía su significado de oídas. Si la roca de la Montaña Negra brillaba, significaba que sus moradores se extinguían.

La mujer cerró los ojos un momento, pensativa. Luego los abrió y se quedó mucho rato contemplándole en silencio. Do’h movía los pies, inquieto y no dejaba de mirar hacia el cielo, en dirección al sol, calculando los preciosos minutos que se le escapaban entre los dedos.

—Mi señora, por favor, solo tengo hasta la salida de la luna llena, después… —la mujer reaccionó bufando una risa, con un deje irónico y retorcido en su expresión, lo cual causó un escalofrío en su diminuta columna vertebral. Ella le intimidaba.

—Hasta la salida de la luna… —murmuró Sendra, más para sí misma que para Do’h. Luego alzó la voz —. Hay un ejército asentado al otro lado del río. Son elfos. Se están reagrupando tras derrotar a Fêdhoras y… a mi ejército.

Las esperanzas de Do’h se vinieron abajo. ¿Elfos? ¿Entre él y la montaña? Jamás podría atravesar un campamento de guerreros de la luz. Los elfos odiaban a los trasgos y a cualquier otra criatura nacida de las entrañas de la tierra. Lo apresarían, acabarían con su vida y todo su esfuerzo no habría valido para nada. Y, si Fêdhoras se hallaba en el abismo de los muertos no obtendría ayuda alguna para cruzar. Sus esperanzas se diluían por momentos.

Se dejó caer al suelo completamente abatido, agarrándose la punta de sus enormes y cartilaginosas orejas, tirando de ellas obsesivamente y sacudiendo la cabeza, compungido. ¿Qué iba a hacer ahora? El paso del río era la única forma de regresar a casa.

—Hay otro modo de cruzar. —Do’h alzó la cabeza, esperanzado.  —Un paso bajo el río. No muchos lo conocen, pero te llevará al otro lado del asentamiento, casi a la falda de la montaña. Aunque no está exento de peligro, quizá tengas una oportunidad.

Desde luego, los elfos no se la darían. Sus espadas y armaduras brillaban ante la presencia del enemigo, lo detectarían y darían caza sin pensárselo dos veces.

—¿Me diréis cómo llegar? —preguntó anhelante.

Ella asintió. Do’h se daba cuenta que una Señora de la guerra jamás perdería su valioso tiempo ayudando a un trasgo, salvo que quisiera algo de él. Vencida como estaba, Sendra pensaría que ayudarle era el mejor modo de restaurar su acabado ejército. Do’h no era estúpido, conocía el modo de pensar de los humanos. No le importaba. Si ella le permitía llegar a la cámara del renacimiento, él mismo dirigiría a sus congéneres a la batalla bajo su mando. Al fin y al cabo, el Pacto del Escudo les obligaba a prestar servicio. Si el Escudo los reclamaba ellos acudían, así estaba escrito.

—Es un nido de Urgos. —Do’h estuvo a punto de derrumbarse de nuevo. Aquello no era bueno. Esas criaturas eran voraces depredadores. Semejantes a las arañas, del tamaño de un elefante y con un temible aguijón similar al de los escorpiones. No eran bestias con las que uno deseara toparse. —Tienes razón —añadió ella leyendo sus pensamientos —, no llegarás muy lejos si esas cosas te atrapan.

La mujer desgarró el bajo de su camisola y ató con ella el paño sobre la herida de su muslo. Se puso en pie y envainó la espada a su cintura, arrebujándose en su capa para soportar las bajas temperaturas invernales. Do’h la siguió indeciso. ¿De verdad ella iba a arriesgarse tanto por conseguir un simple ejército de trasgos? Al parecer sí, pues echó a andar en dirección al río sin volverse a mirar si él la seguía o no.

Do’h correteó tras sus pasos tratando de seguir su ritmo. Los trasgos eran resistentes, veloces y muy numerosos, lo cual ponía en serios apuros a sus contrincantes, pero una zancada humana equivalía a tres de las suyas, por eso debía apresurarse. La luna se encontraba cada vez más próxima. El tiempo se le estaba agotando.

II

Apenas diferenciaban la nieve de los pálidos ropajes élficos. Tan sólo el brillo de sus armaduras revelaba su asentamiento, en un estrecho valle situado entre el río Ahmür y la Montaña Negra. Nuevas huestes se acercaban por el este, claros vencedores de la que acabó siendo la batalla final entre la luz y la oscuridad.

La raza de los humanos, siembre bélica, estaba abocada a la destrucción. Muy pocos sobrevivirían ahora que los ejércitos blancos de los elfos y los dorados de los enanos habían vencido a los Señores de la guerra.

Do’h lamentaba la extinción de cualquier ser vivo. Sendra no. No sentía aprecio más que por sí misma. Al fin y al cabo, a nadie le había importado nunca si ella existía o no.

—Pero tuvisteis un ejército a vuestro servicio, criaturas que os veneraban y obedecían.

—Solo obedecían al miedo y… a los pactos antiguos —dijo mirándole intencionadamente —. Yo no lloro sus muertes, ellos tampoco llorarían la mía.

Do’h no supo que contestar, probablemente porque ella tenía razón. Él en cambio sí había llorado cada pérdida, no con lágrimas, pero si en su interior. La vida era preciosa y no entendía que quienes tenía la libertad para decidir qué hacer con ella, prefirieran desperdiciarla en absurdas luchas.

Los trasgos fueron creados para servir a sus señores, al Escudo de la guerra, pero en los escasos tiempos de paz de que gozaban preferían hacer otras muchas cosas, cosas que Do’h anhelaba por encima de todo. Si hubiera sido libre para llevarlas a cabo, habría disfrutado de cada momento de su vida, por exiguo que este llegara a ser.

***

La entrada al nido de Urgos estaba oculta tras unos frondosos arbustos. Para acceder a ella había que ensuciarse las manos. Muy pocos conocían su ubicación y quienes la hallaban no solían sobrevivir a sus moradores. Se abrieron paso a base de pequeños cortes y arañazos. Do’h fabricó una tea con una rama seca y musgo, prendiéndola para que les guiara a través de los túneles. Era fácil perderse entre los numerosos pasadizos excavados en la tierra, bajo el lecho del río, pero Sendra conocía el recorrido y por eso encabezó la marcha.

Durante el recorrido, sus pies tropezaron varias veces y parecía algo inestable al caminar. Do’h podía escuchar el trabajoso resuello que escapaba entre sus labios y las toses ocasionales que la estremecían de pies a cabeza. Quiso preguntar, ofrecerle ayuda, pero el temor a enfurecerla de nuevo le mantuvo en silencio. Estaba preocupado, en su estado no parecía capaz de enfrentarse a un Urgo y si aparecían más…

—Quédate tras de mí. —Como si sus pensamientos lo hubieran invocado, una oscura figura se recortó contra la luz que indicaba el final del pasadizo. —Do’h, si encuentras un hueco seguro para pasar, corre tan rápido como puedas y no pares hasta llegar a la montaña. ¿Entendido?

El trasgo asintió, aterrado por las extrañas órdenes de su señora y la presencia del Urgo. Sugería que la abandonara para ponerse a salvo él. Si el Pacto del Escudo se lo hubiera permitido, se habría enfrentado a la criatura junto a ella, pero obedecer las órdenes era perentorio. Encontró un hueco en la tierra para protegerse lejos del filo de la espada y el aguijón.

Sendra se defendía bastante bien evitando los ataques de sus monstruosas patas. Pero las fuerzas comenzaban a fallarle. Trastabilló con una roca y fue a parar de bruces al suelo. Rodó sobre sí misma para evitar el ataque y con ello obligó al Urgo a desviarse contra uno de los muros.

—¡Ahora Do’h, corre!

El trasgo no se lo pensó dos veces, sus cortas piernas hicieron acopio de la poca energía que le quedaba y abandonó el túnel como alma que lleva el diablo. No paró de correr hasta encontrar la entrada a su hogar. Allí, al abrigo de las sombras, se detuvo a recuperar el aliento y echó la vista atrás, esperando con el corazón en vilo la aparición de su señora.

Ella no se hizo de rogar y, tambaleándose, con varios cortes, aunque ninguno de aspecto letal, y cubierta de sangre de Urgo, logró alcanzarle.

—Mi señora…

—La luna, Do’h. No pierdas tiempo.

El trasgo alzó la barbilla y vio como el sol se ponía en el horizonte, el tiempo se les estaba agotando. Debía alcanzar la cámara del renacimiento y debía hacerlo ya. La roca que portaba ya casi había perdido todo su brillo.

Juntos descendieron hasta lo más profundo de la montaña, hasta llegar al hogar de los trasgos. La cámara en la que desembocaron era austera, llena de mesas y sillas talladas burdamente en roca, el comedor comunal, por lo que Sendra pudo deducir.

La mujer se desplomó en el suelo con un gemido y Do’h corrió a socorrerla.

—¡Mi señora! —tal vez había evaluado erróneamente sus heridas, quizá estaba peor de lo que aparentaba.

Su frente estaba perlada de sudor, tenía las mejillas enrojecidas y la respiración agitada. Sus labios se habían vuelto azules y parecía que cientos de calambres atravesaran sus músculos haciéndola agitarse sobre el suelo.

—Ve..y salva … a los tuyos —murmuró con dificultad.

—No puedo dejaros así, sufrís mucho.

Sendra cerró los ojos un instante, apretando los dientes, hasta que el dolor pareció menguar y pudo hablar de nuevo.

—No hay nada que puedas hacer por mí, Do’h. Estaba condenada antes de conocerte.

El trasgo retiró la improvisada venda de su muslo y contempló la herida. La carne se había vuelto negra, aunque no brotaba de ella ningún olor a descomposición.

—El veneno de Dorial —comprendió con horror.

El árbol de Dorial, que solo crecía en las minas de los enanos, proporcionaba un veneno mortal para el que no existía antídoto alguno. Sendra debía haber luchado contra ellos y cuando la encontró, la herida ya estaba infectada. No buscaba un ejército para sí misma, entonces…

—¿Por qué?

—He estado sola toda mi vida. He iba a morir sola cuando apareciste. Robé esta armadura hace días. Ya no quedan Señores de la Guerra. Solo un soldado que creyó protegerse si portaba un Escudo. Me ayudaría a atravesar las tierras oscuras y encontraría algún asentamiento humano dónde refugiarme y pasar desapercibida, tal vez labrarme una vida y… hacer amigos…

—Y aun así habéis desperdiciado el poco tiempo que os quedaba en ayudarme a llegar hasta aquí.

—No iba a conseguirlo y nadie debería estar solo, Do’h. Nadie. Tú aun tienes una oportunidad de recuperar a los tuyos.

—¿Cuál es vuestro nombre?

—Dana.

—Gracias por todo, mi señora Dana.

—No soy tu señora, Do’h. No tienes que obedecerme.

—No importa la leyenda grabada junto al escudo, sino quien lo porta. Al robar la armadura os habéis convertido en Señora de la guerra y, por tanto, en mi señora. Os debo lealtad. Es lo pactado.

Dana negó con la cabeza, sostuvo el escudo entre sus manos y lo desprendió de su peto, arrojándolo tan lejos como sus exiguas fuerzas le permitieron.

—No quiero tu lealtad. Renuncio.

—¿Lo decís en serio? —Do’h no podía creerlo. Sin señores de la guerra, los trasgos al fin podrían ser libres pues el pacto quedaría roto. No importaba si con el tiempo surgían nuevos representantes del escudo, una vez roto el pacto no podía volver a restaurarse.

—Solo amigos, ¿vale? Me gustaría… —La sangre brotó de sus labios acompañada de una tos seca que casi la dejó sin aliento. —…Me gustaría tener al menos un amigo, antes de morir.

A Do’h se le iluminaron los ojos de un modo muy especial, asintió con vehemencia y, tras poner un cojín bajo la cabeza de Dana, y rogarle que le esperase, salió corriendo en busca de la cámara del renacimiento.

Epílogo

Manos, decenas de menudas y cálidas manos la rodeaban y alzaban del suelo. Sintió como si flotase en el aire. La estaban cargando. Caminaron con ella un trecho y luego la depositaron sobre algo blando donde se sintió reconfortada. La voz de Do’h llegó hasta sus oídos y entreabrió los ojos para localizarle. No sabía cuánto tiempo había pasado semi inconsciente, esperando como prometió.

Se aferró a su mano y un millar de destellos brillantes inundaron su visión. Dana jamás había contemplado prodigio semejante. La cámara se perdía hacia el techo, tan alta que era incapaz de ver dónde acababa, y todas las paredes, desde el suelo hasta las alturas, estaban cubiertas de alguna clase de vida que destellaba e iluminaba la caverna con centenares de colores a cuál más vívido y pulsátil.

—¿Qué es?

—Tus nuevos amigos. Todas y cada una de las vidas que me has permitido salvar y que, de hoy en adelante, conocerán la historia de Dana, la última Señora de la guerra, la Libertadora de trasgos. Y nadie en la Montaña Negra te olvidará jamás.

—Gracias, Do’h —pronunció con lágrimas derramándose por sus mejillas, mientras contemplaba como, a su alrededor, el número de trasgos que llenaba la caverna se iba multiplicando poco a poco.

Todos y cada uno de ellos le dedicaban sonrisas de agradecimiento y se acercaban para tocarla y darle sus bendiciones.

Dana cerró los ojos y, con un suspiró lleno de paz, dejó de respirar.

Los trasgos construyeron una cámara de cristal encantado para preservar el cuerpo de la última Señora de la guerra, y nunca olvidar.

En la superficie corrieron rumores sobre la extinción de los trasgos y la desaparición de los Señores de la guerra, pero jamás llegó a desvelarse la verdadera historia.

Los trasgos nunca abandonaron su hogar manteniéndose, al fin, al margen de las batallas de la superficie.

Pero antes, se aseguraron de que se conociera la leyenda de la muerte de Do’h, el último trasgo de Gûdham.

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